La presidencia de Trump adquiere todas las trazas de un mesianismo. Igual que en el frenopático del procés, la afición, convertida ya en feligresía, celebra cualquier astracanada como si fuera una jugada maestra.
Uno de los rasgos delatores del mesianismo es que concibe el sufrimiento como un camino de expiación. Así, Trump esboza una próxima recesión como el pedregoso camino que conduce a una fenomenal autarquía. Ante los liderazgos extravagantes, aunque más preciso sería decir chabacanos, hay dos formas de aproximación. La de la mente sutil y la de la mente mostrenca. Los sutiles, que son gente inteligentísima, smart guys que diría Trudeau, tratan de descifrar las subterráneas intenciones de lo que a simple vista parece una pura chaladura. Trump no sería en realidad un cómplice del Kremlin, sino que trataría de cercar a China por el sinuoso camino de Rusia.
Los mostrencos pensamos, en cambio, que todo suele ser como parece o que, al menos, considerarlo así es una prevención básica contra los charlatanes. De manera que Trump es un nacionalista que considera algo peor que equivocados, pecaminosos, los valores del liberalismo. Es un autoritario que se entiende bien con Putin, porque transmiten en la misma frecuencia, y que pretende restaurar el orden de las potencias, con su derecho de conquista y ausencia de reglas y parámetros morales. Un tipo que se deja seducir por magufadas y cuya certidumbre de que la Unión Europea nació para joder a Estados Unidos y que la OTAN es una forma de parasitarlo no tiene nada de estratégico. Que su éxito electoral es deudor de una deriva desquiciada y restrictiva de la izquierda que casi ya nos provoca nostalgia y que ha sabido inocular el virus de la enfermedad de los ricos, que es creerse pobres y pensar que no tienen nada que perder.
Cuando la estructura del Gran Old Party empezó a crujir, en los tiempos hoy casi tiernos del Tea Party, se acuñó un acrónimo insultante para estigmatizar la impureza. Se decía del melifluo -esto es, no crean, el fulano normal que cree en unas convenciones del tipo «escolarizar a los niños no es entregarlos a los brazos del diablo»- que era un RINO [Republican in name only]. De todas las etiquetas con las que yo definiría a Donald Trump, probablemente la última sería conservador. Al menos si le damos el mismo significado que Burke, Oakeshott o... Reagan. Es algo que los conservadores sutiles deberían revisar, por si acaso Trump, un reaccionario -un revolucionario, en fin-, les está arrastrando, como parece, al despeñadero.